El fútbol fue una de mis primeras pasiones. Cuando era chiquito, mi sueño era jugar como el Kun Agüero, que era mi ídolo.
Jugué en el club y en el colegio. Usualmente me ponían de defensa o de delantero porque era alto para los de mi edad.
Pero ese era el tema, que solo era alto.
A una edad muy temprana se volvió evidente que el balompié no era lo mío. Tenía dos pies izquierdos. Cuando le quería pegar con efecto, me salía de puntín. Y cuando le pegaba de puntín salía con efecto. El efecto de ser un gol en contra.
Te aclaro desde ya, que esta no es una de esas historias de superación donde el novato con un sueño entrena, se esfuerza y mejora hasta meter el gol decisivo en la final y se convierte en el héroe del equipo.
Nací malo y lo sigo siendo. Pero te quiero contar de como me hizo sentir ganar algo que no me merezco. Cómo, por querer proteger mis sentimientos, desarrollé una inseguridad y una sensación de no merecerme lo que tengo.
Eso, o por ahí sólo busco consuelo por ser malo jugando al fútbol. Igualmente, te lo cuento.
Comencé mi carrera futbolística en los entrenamientos del colegio. Hacíamos lo típico: correr con la pelota de un cono a otro, hacer una pared de pases con tus compañeros, los 1 vs 1 en espacios chiquitos, y todo lo demás que se practica en un entrenamiento.
Tal cómo hemos establecido, yo era de madera.
Me pasaban la pelota y se me iba de largo. Si la pisaba, me resbalaba. Al patear al arco, la tiraba para afuera, logrando que el balón se disparase en direcciones que desafiaban las leyes de la física.
Cuando no tenía la pelota, andaba por las nubes. Saludaba a los padres en el público, pateaba la tierra del potrero, me quedaba mirando los pajaritos o me sentaba en el piso por aburrimiento, mientras el entrenador gritaba desesperado para que me moviera y marcara al jugador que estaba libre. En los partidos de entrenamiento me elegían de los últimos.
Último no, porque era alto. Pero casi último.
A pesar de todo esto, no la pasaba mal. En cuanto a mis habilidades futboleras, estaba más que claro brillaban por su ausencia. Tenía (y aún tengo) la coordinación de una avestruz con epilepsia. Pero estaba con mis amigos, y me sentía parte de algo más grande que yo.
El espíritu de equipo, la camaradería y los findes de partido, eran suficientes para sentir emoción cada vez que me calzaba los botines.
Por eso iba siempre. Aunque no se me diera bien, yo no faltaba.
Y hubo un año en que, al terminar la liga del colegio, organizaron una entrega de premios. No era el Balón de Oro, pero nos daban una medallita de plomo pintada de dorado.
Daban premios al mejor jugador, al que metía más goles, la revelación del torneo, y al mejor arquero (portero para mis españolitos).
Normalmente se los daban todos al mismo, menos por el arquero. Y algún año ese chico también se habrá ganado ese premio.
Pero esa vez hubo un premio más; el Premio al Esfuerzo. Y como sé que sos muy inteligente (si no, no estarías suscrit@ a mi newsletter), habrás adivinado que el ganador de ese premio, fui yo.
Está bueno recibir premios. Se siente muy bien. Pero no está tan bueno cuando recibes un premio que no te mereces. Y yo, no me lo merecía.
Porque para merecer el premio al esfuerzo tienes que, obviamente, esforzarte. Y para mí, ir a jugar al fútbol no era un esfuerzo, era algo divertido que me gustaba hacer.
Es verdad que iba a todos los entrenamientos, pero iba porque quería jugar con mis amigos y porque el profe era un tipo muy divertido.
Pero tenía otros compañeros que se esforzaban mucho más que yo. Que cada entrenamiento intentaban hacer la mejor jugada, el mejor pase, o simplemente le ponían ganas.
Yo no.
Algunos de ellos no venían a entrenar porque ya jugaban en clubes con mucho mejor nivel. No por falta de esfuerzo o entusiasmo.
Todavía recuerdo mi confusión cuando dijeron mi nombre. Me levanté con inseguridad y sentí como mis compañeros me miraban con asombro. Ni yo ni ellos entendíamos que estaba pasando.
Ese premio no valía para nada. No era un reconocimiento real, y me dio hasta vergüenza recibirlo. Todos aplaudieron y me felicitaron por un premio que nadie quería.
Me senté en silencio, con un cosquilleo en las orejas y rojo de la vergüenza como el trasero de un mandril.
Seguí jugando al fútbol un par de años más, pero con el tiempo perdí el entusiasmo y las ganas de participar. No solo por ese premio, pasaron muchas cosas más, pero imagínate cuanto me impactó si 15 años después todavía lo recuerdo.
Hay cosas en la vida que no se nos dan bien, y no tiene nada de malo. Si te gusta, practícalo. Si lo practicas lo suficiente, seguramente mejores y tal vez algún día te vuelvas bueno.
Pero eso no se logra con un reconocimiento vacío. Se consigue mediante esfuerzo.
Esfuerzo y trabajo duro.
Por eso es que escribo. Me gusta creer que se me da bien, y me quiero esforzar para mejorar. Así si algún día recibo un Premio al Esfuerzo, pueda sentirme orgulloso, sabiendo que me lo merezco.
Mientras, lo más cerca que tengo a un premio verdadero es que te guste lo que escribo. Si es así, no te olvides de dejarme un like, mándaselo a un amigo a quien le pueda interesar.
Hasta la próxima,
Lucas.
Desde el otro lado, intentando ponerme en el lugar del profesor, ver a un pibe que es malísimo pero no se pierde un entrenamiento denota esfuerzo.
Por más que te guste y lo disfrutes se ve como esfuerzo el hecho de seguir yendo a pesar de ser un muerto.
Los otros se esforzaban más si lo analizamos en términos estrictos del lenguaje pero tu esfuerzo (que vos no ves como tal) tal vez era más fácil de interpretar y valorar.
A mi una vuelta me dieron un premio al mejor amigo del año y desde ahí me cuesta el mundo de la amistad. Los premios que no premian las cosas claras hacen más mal que bien. Por lo menos confunden y eso no siempre está bueno