Cette été
Se terminó el verano, y con él los fantasmas de veranos pasados. O una cosa así medio poética.
Me llegó, cómo a todos los que escribimos en Substack, la notificación con un resumen de mis lecturas del verano. Una versión estival y escrita del Spotify Wrap que nunca en mi vida he compartido ni compartiré, así como tampoco me he interesado por ver el de los demás.
No te estoy atacando si te hizo ilusión verlo y que todos lo vean. Simplemente para mí, lo que leo y lo que escucho es muy personal. Si me encuentran en Spotify, tengo bloqueadas las todas funciones sociales porque me da vergüenza que conozcan mis gustos tan a fondo. Y compartirlo así con el mundo entero, se me hace equiparable a caminar desnudo por la Diagonal.
Pero más bien lo que si hizo para mí el Substack Summer, es recordarme que se terminó el verano. Oficialmente. Que en realidad, esto ocurre el primer día de septiembre, lo del 21 no es más que una formalidad que confirma lo que ya nos sospechábamos todos.
Ya guardé mi aire acondicionado portátil y mis ventiladores. También doblé los cortos y con ellos, me despedí de mis escuálidos y peludos gemelos, reemplazándolos por el mismo par de jeans American Eagle que compré en un viaje a Miami en el 2018. Hoy más cómodos y flexibles que un jogging de Lululemon. Cada mañana me peleó con mi cerebro primitivo, y mi ínfima conexión con el mundo natural, para decidir si ese día hará suficiente frío como para ponerme un suéter, o si me la juego a ir en manga corta. En fin, se acabó el verano.
El año pasado escribí sobre cómo estas fechas se sentían como un domingo. Letárgico y somnoliento, poco a poco se despierta el europeo mediterráneo, y vuelve al trabajo, a la facultad o al colegio. Leía en un post de Enric Sánchez donde decía que septiembre es el comienzo natural del año mediterráneo, en contraste con enero que se siente más forzado, y no puedo estar más de acuerdo.
Lo que sí me choca un poquito más, es lo corto que se hace cada verano que pasa y, últimamente, lo poco veraniegos que se sienten. Aún recuerdo cuando los veranos eran una promesa de infinitas posibilidades y aventuras. Incluso, cómo no me gustaba irme de viaje, porque me alejaba de mis rutinas de ver dibujitos temprano por la mañana, jugar al fútbol con mis amigos, y pasar la tarde en la pileta. O cuando crecí un poco más, las fiestas en el boulevard de la playa, las cervezas bien heladas, y las tardes jugando UNO y escuchando Temple Sour en el sur de Lima.
En cambio hoy, el verano se compone de pequeñas escapadas de fin de semana, tan solo unas horitas a una playa o un parque, o incluso, de ser afortunado, una casa con piscina; dormir sudoroso y acalorado sopesando si el verano siguiente me conviene mudarme a un país nórdico; y si las cosas andan bien, unos pocos días en algún destino particularmente bello. No lo digo con amargura, simplemente es el curso natural de la vida. Pero no puedo evitar preguntarme por qué razón se sentirán tan cortos mis veranos.
En una de esas conversaciones que uno tiene en su cabeza, me veo a mi mismo sentado junto a un fuego, vestido con unos pantalones de lana, un chaleco bordó de tres botones, meciéndome en una mecedora con una pipa en la boca y haciendo figuras de humo como Gandalf en el Señor de los Anillos, musitando sobre el pasar de los años.
Allí, hablando para mis adentros, me digo que cuanto más vivo, más se acelera mi percepción del tiempo porque voy acumulando referencias de, valga la redundancia, el paso del tiempo. Entonces, al pasar un año por primera vez, transcurre lento porque nunca antes lo he vivido. En cambio, al pasar cinco, se hace más corto porque ya sé como se siente el pasar de un año. Si aplico la misma lógica al verano, es entendible que sienta que ayer mismo era mayo, y hoy estamos terminando septiembre, y tenemos la Navidad a la vuelta de la esquina - según Maduro, ya se escuchan los villancicos.
No tengo ni idea de si lo que escribo tiene un algún sentido o se traslada a la realidad, y mi positivismo interior me dice que es una idea ridícula, pero subjetivamente y hablando desde el corazón, siento que algo de verdad tiene mi teoría. Porque si no, no me explico como ha pasado un cuarto de siglo desde mi nacimiento.
Una recomendación de amigote
Hablando de cambios de estaciones y de tiempo que pasa excesivamente rápido, estoy enganchadísimo con el simulador de granjas “Stardew Valley”.
Si te llaman la atención los simuladores como los Sims o Animal Crossing, este juego fue diseñado específicamente para vos. E incluso si no te gustan los jueguitos pero buscas una manera sencilla, relajante y distendida de pasar el rato, te invito a echarle un vistazo. Está disponible en casi todas las plataformas donde se puede jugar un juego, incluido el teléfono, por sólo 14€.
(Suena a promoción, pero no recibo ni un céntimo de nadie) - de momento.
Esto es todo por esta semana. No hay reflexiones filosóficas, históricas, ni fotos increíbles. Solo yo y los pensamientos que me pasan por la cabeza mientras estoy en la ducha. Si de casualidad, o de milagro, te gustó lo que leíste, suscríbete a mi newsletter para recibir un post como éste cada semana.
Me ha encantado lo que comentas de que cada vez se te pasan más rápidos los años porque tienes más referencias del paso del tiempo. Es tremendo y es verdad. De hecho, si le preguntas a personas bastante más mayores, suelen responder con esa mirada de "yo hace un rato era más joven que tú, y no sé qué ha pasado". Me entristece un poco, porque además también lo siento ya, y tan solo estoy un poco más allá de los treinta. Bonita reflexión, Lucas. Abrazo.
El otoño es de mis épocas favoritas.
El clima mejora radicalmente: ni frío, ni calor.
El rush de cumplir metas se esfumó.
El trabajo se relaja.
Las personas están de mejor humor.
La luna se manifiesta con un mayor tamaño y un color precioso.
Los árboles se ponen muy bonitos.
Y Starbucks empieza a vender un Pumpkin Latte, que lo único que tiene de calabaza es el nombre.