La vida es una GRAN DECEPCIÓN
Resulta que la vida no es una película maravillosa que culmina con un final feliz. Y eso está bien.
¡Saludos, mis decepcionados!
Me encontraba preparando la cena, y como es costumbre para estos momentos, lo hacía disfrutando de un podcast. En esta ocasión, se trataba de un relato sobre un viaje a Tailandia, país que llevo tiempo ansiando visitar. En la grabación, el narrador describía con la fascinación de un niño y el vocabulario de un literato, su paso por las bulliciosas calles de Bangkok. Señalaba el mejunge de seres humanos que comparten las caóticas aceras de esta ciudad, donde se mezclan monjes budistas, prostitutas, travestis, turistas, expatriados, niños, criminales y ancianos de todos los caminos de la vida. Escuchaba fascinado, imaginándome la escena, y entre las pausas silenciosas que separaban cada párrafo del guión, comenzaba a notar cómo el peso de mis propios pensamientos iba frunciendo mi ceño. Como siempre pasa cuando me quedo a solas con mis maquinaciones, en cuestión de minutos me encontraba indignado, enfurecido y decepcionado. Sentía un calor en el pecho y la sensación de una puteada que nacía en el estómago y subía hasta la boca, para salir como una arcada.
El motivo de mi exabrupto se debía a la conclusión que alcancé casi sin darme cuenta. Ésta es, que el día que ponga un pie en el Sudeste Asiático, esa tierra lejana donde parecen mezclarse un futuro cyberpunk con tradiciones medievales y una naturaleza virgen; mi sensación será, con certeza, la misma que siento en todos los lugares donde voy. Será un viaje hermoso, divertido y memorable, sin duda, pero a la larga indistinguible de todos los demás. No habrá una sensación de descubrimiento de un paraíso perdido, así como tampoco de una travesía de autoconocimiento que me marcará para siempre.
Me tildarán de pesimista, cínico o incluso de amargo, pero mi experiencia de vida me ha dado la razón hasta la fecha. No se trata de que Tailandia no sea un país hermoso, fascinante y llamativo. El problema no está ahí. El problema yace en que vivimos convencidos de que esa magia, esa experiencia reveladora que nos cambiará la vida; ese momento perfecto en el que se alineen los astros, está a la vuelta de la esquina. Acostumbramos a idealizarlo todo, y por consiguiente, nos llevamos una gran decepción a cada paso que damos. Ningún lugar, experiencia, pareja, trabajo o evento estará a la altura de nuestras expectativas porque éstas no se basan en ninguna realidad. Son un engendro de nuestra imaginación alimentado por Instagram, las películas, nuestra cultura, el arte y nuestro miedo a morir.
Cuando me mudé a Barcelona, me imaginaba las tardes en la playa leyendo un libro o tomando unas birras con mis mejores amigos de la universidad, disfrutando del calorcito, el sonido del mar y la buena onda de la gente. Meses después, fui a pasar una tarde de verano con unos amigos en la Costa Brava. La pasé bien. Reímos, bebimos, cantamos y tomamos fotos. Pero no fue como en las películas o los anuncios de Estrella Damm. Fue mucho más ordinario. Real. Mundano.
Visité el Coliseo Romano hace un par de años. Siendo un aficionado de la Historia, y sintiendo especial interés por ese período, mi emoción previa al llegar al monumento era inmensa. Hicimos la cola bajo un inusual abrasador sol de octubre, y entramos al coliseo rodeado de miles de turistas de todas las nacionalidades. Sobra decir que es un sitio verdaderamente impresionante, con una historia fascinante y en su día, una auténtica maravilla de ingeniería y arquitectura que ha dejado una huella en el tiempo. Pese a ello, no dejaban de ser ruinas que requerían de mucha imaginación para asemejarse a lo que vemos en Gladiator, y eran transitadas por una masa de turistas tomándose selfies con cada piedra que veían. Más que un lugar donde antaño tenían lugar épicos juegos, enfrentamientos mortíferos y batallas navales; parecía la atracción de un parque temático, llena de visitantes con olor a chivo, en chancletas, guardando sus cachibaches en los bolsillos de sus cargo shorts, y con las pieles enrojecidas por el sol que no acostumbran a tener en sus países.
Ni siquiera el amor se escapa de las decepcionantes garras de la realidad. Cuántos han fantaseado con entrelazar miradas con una persona desconocida en un bar, con una canción de jazz sonando en el fondo. Sentir ese flechazo de Cupido al otro lado de la sala, y acercarse con dos copas en mano y una sonrisa seductora para bailar toda la noche, con la esperanza de terminar fundidos en besos apasionados por la madrugada. Años después, contarle esa noche inolvidable a los hijos, y viviendo felices por siempre en una casita de ensueño. Sin embargo, cuántos jóvenes hoy se han conocido a través de citas incómodas de Tinder para terminar casados, y en más de una ocasión, divorciados a los pocos años.
Incluso en mi caso, si bien cuando conocí a mi novia viví pequeños destellos de ese romance que describo, en lugar de lanzarle una mirada seductora con una frase brillante que la dejara patidifusa, le conté la historia de una cabra que vi en Mallorca. Meses más tarde, me confesó que no sabía si reírse de mí, o darse la vuelta para hablar con alguien más, pero cómo le di “buena vibra” accedió a una segunda cita. Cuatro años después, he comprobado que el amor no es un camino de rosas donde cada momento es un segundo que deseamos que no acabe jamás. El amor es una colección de discusiones, risas, ilusiones, decepciones, aciertos y cagadas, entre muchas cosas más. Por supuesto, tiene su magia, pero no es lo que te cuentan en The Notebook.
Podría pasarme horas, cuando no días, describiendo la interminable lista de experiencias vividas que no estuvieron a la altura de mis expectativas e ilusiones. Decía el recientemente difunto y brillante Mario Vargas Llosa, que los escritores escribían ficción porque es la única manera que tienen de vivir una vida que no existe. Coincido con él, porque era mucho más sabio que yo, pero difiero en que sea una aflicción exclusiva a los escritores de ficción. Todos vivimos, de una u otra forma, en nuestras ficciones internas, pintando un mundo mejor, más inocente y fantasioso del que tenemos.
Cuando mi madre lea estas líneas es probable que piense que estoy deprimido. Me llamará preocupada preguntando que por qué escribí tal o cual cosa. Le ahorraré el disgusto, adelantando que estoy de lo más bien. Lo que expongo en esta carta no es un vacío existencial por no vivir la vida que sueño, sino un entendimiento de que si abandono la visión limitante de mis propias expectativas, puedo disfrutar la vida por lo que es, no por lo que me gustaría que fuera. Cuando desnudo esa fantasía; quito el filtro de color rosa, y acepto que la felicidad y el iluminamiento no están a la vuelta de la esquina, puedo apreciar más lo monótono y mundano de mi existencia.
No vivo en una película o en una novela, y mucho menos en las fabricaciones artificiales que son las cuentas de Instagram1. Me levanto todos los días con sueño, consumo más cafeína de lo recomendado, me aburro en el trabajo que me gusta, en invierno me cago de frío y en verano de calor. A veces discuto con mi pareja por estupideces, y paso demasiado tiempo mirando el teléfono y jugando videojuegos. Aunque me gusta la naturaleza, me molestan los bichos y me da pereza salir de mi casa. A menudo, cancelo planes con amigos sin razón alguna. Me estreso y siento ansiedad constantemente por lo que me pueda deparar el futuro. Tengo ganas de pelearme con todos los que están en desacuerdo conmigo, y creo que sé mucho más que los demás, aunque no dejo de chocarme contra el muro de mi ignorancia. Mi vida es tan mundana y normal como la del cualquier otro hijo de vecino, con sus altos y bajos, pero sin nada como para tirarse de los pelos.
Sin embargo, si por casualidad algún desubicado osara a preguntarme si soy feliz; y yo, en un arrebato de soberbia, fuera capaz de definir ese concepto tan abstracto y efímero que es la Felicidad; tan difícil de cuantificar, comprender, y mucho menos señalar con las manos, les respondería que sí. Soy feliz.
Hasta la próxima,
Lucas.
He hablado incontables veces de los perjuicios que veo en redes sociales, por eso no me metí de lleno en ese tema. Si bien no hay duda que este fenómeno de idealización obsesiva ha sido potenciada en varios órdenes de magnitud por estas plataformas, decidí no enfocarme en ellas porque no creo que sean la raíz del fenómeno. Tenemos expectativas irreales desde mucho antes que se creara Instagram.
Querido Lucas: la vida consiste, fundamentalmente, en ver una cabra. El amor, en poder hablar de ella con la persona que te atrae.
La felicidad es, en definitiva, saber que vives para contarlo.
Y tú tienes muchas papeletas para ser feliz.
Precioso artículo, y que veas muchas más cabras.
Las decepciones no son más que el derrumbe de expectativas construidas sin realismo en los cimientos.
A lo largo de la vida, hay montones de sorpresas y cosas que te cambiarán por completo, pero casi con total seguridad ninguna de esas experiencias será algo esperado o previsto. Quizá, el mejor aprendizaje que todos podemos lograr a lo largo de la vida es disfrutar del camino y saber que, si necesitas objetivos, estos deben de ser cambiantes ante el realismo de ese camino que hay que disfrutar.
Muy chulo el artículo, Lucas!